martes, 29 de junio de 2010


Tengo el recuerdo de cuando era chiquitita y caminaba por la calle con mi mamá y veía algún tipo de escalón y lo primero que hacía era subirme. Pero no seguía hasta que mamá me daba la mano. Caminaba, sabiendo que esa diversión y tranquilidad de estar de su mano iba a tener un final. Pero en realidad nunca quería terminar de asimilarlo, aceptarlo, entenderlo, porque si no no lo disfrutaba tanto. Si en algún momento mamá me soltaba, me caía, y volvía a empezar, de su mano nuevamente. Nunca perdía confianza, nunca, por más que me haya soltado más de una vez. Y cuando finalmente llegaba al final, lloraba. Quería volver a empezar ese camino, pero esta vez si lo había terminado, no había perdido, pero en realidad había perdido mucho. Entonces cada vez que me subía a un nuevo escalón decidía asomarme por el costado para asegurarme que sea largo y duradero, si no me bajaba. Porque la felicidad por un rato no sirve, es más el sufrimiento de un final que lo que se disfruta en ese corto tramo. Sea como sea, a veces mis ojos me engañaban, y veía un escalón larguísimo y en realidad era más corto de lo que creía. Y cuando no me equivocaba, caminaba despacito, despacito, para disfrutarlo más. Y cada vez me agarraba más fuerte de la mano de mamá.Solo puedo relacionarlo con algo del presente: esa mano con la que me sostengo sos vos, ese escalón es nuestra relación, y ese llanto infantil es ahora un llanto adolescente...